El amanecer de todo - Reseña crítica - David Graeber
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El amanecer de todo - reseña crítica

El amanecer de todo Reseña crítica Comienza tu prueba gratuita
Historia y filosofía

Este microlibro es un resumen / crítica original basada en el libro: The Dawn of Everything: A New History of Humanity

Disponible para: Lectura online, lectura en nuestras apps para iPhone/Android y envío por PDF/EPUB/MOBI a Amazon Kindle.

ISBN: 9788434435803

Editorial: Ariel

Reseña crítica

Durante generaciones hemos visto a nuestros antepasados más remotos como seres primitivos, ingenuos y violentos. En este ensayo, los reconocidos antropólogos David Graeber y David Wengrow demuestran que estas concepciones, que surgieron en el siglo XVIII, fueron una reacción conservadora de la sociedad europea ante las críticas de los intelectuales indígenas y que no tienen un aval antropológico y arqueológico.

El amanecer de todo es una nueva historia de la humanidad, un texto combativo que transforma nuestra comprensión del pasado y abre camino para imaginar nuevas formas de organización social. ¿Vamos?

Una re-evaluación de las raíces humanas

“Bueno” y “malo” son conceptos puramente humanos. Nunca se le ocurriría a nadie discutir acerca de si un pez o un árbol son buenos o malos, porque “bien” y “mal” son conceptos humanos creados para compararnos entre nosotros.

Todos estamos familiarizados con la respuesta cristiana: la gente vivía antaño en un estado de inocencia, pero el pecado original la corrompió. Quisimos ser como dioses y fuimos castigados por ello; vivimos ahora en un estado de desgracia y anhelamos una futura redención. 

Hoy en día, la versión popular de esta historia es alguna variación, generalmente actualizada, del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, que Jean-Jacques Rousseau escribió en torno a 1754. Hace mucho tiempo, dice la historia, éramos cazadores-recolectores y vivíamos en un estado de prolongada inocencia en pequeños grupos. 

Según Rousseau estos grupos eran igualitarios; podían serlo, justamente, debido a su pequeño tamaño. Fue tan solo tras la Revolución Agrícola y, más aún, tras el surgimiento de las ciudades, que esta feliz existencia llegó a su fin y aparecieron la civilización y el Estado.

A su vez, propiciaron la aparición de la literatura escrita, la ciencia y la filosofía, pero también, la de casi todas las cosas malas de la vida humana: el patriarcado, los ejércitos, las ejecuciones en masa y los molestos burócratas que nos exigen que pasemos la vida rellenando formularios.

El Leviatán de Hobbes, publicado en 1651, es en muchos sentidos el texto fundacional de la moderna teoría política. Sostiene que, dado que los seres humanos son egoístas, la vida en aquel estado de naturaleza original no era en absoluto inocente: en realidad, debía de haber sido “solitaria, pobre, asquerosa, bruta y corta”: básicamente un estado de guerra de todos contra todos.

Si acaso ha habido algún progreso con respecto a este estado de cosas, dicen los hobbesianos, se debe a esos mecanismos represivos de los que se quejaba Rousseau: gobiernos, tribunales, burocracia y policía. También esta visión de las cosas ha estado a nuestro alrededor durante mucho tiempo. 

En esta visión de la vida, la sociedad humana se basa en la represión colectiva de nuestros instintos más bajos, una represión que se vuelve aún más necesaria desde que los humanos vivimos en grandes concentraciones de personas en el mismo lugar.

Una de las asunciones de nuestro sistema económico es que los humanos son, por naturaleza, criaturas malvadas y egocéntricas que basan sus decisiones en el cálculo cínico y egoísta en lugar de en el altruismo o la cooperación; en cuyo caso, lo mejor a lo que podemos aspirar es a controles internos y externos más sofisticados para nuestro impulso al parecer innato hacia la acumulación y el engrandecimiento.

Como narraciones del curso general de la historia humana, ambas sencillamente son falsas; tienen terribles implicaciones políticas.

Ahora sabemos que las sociedades humanas previas al advenimiento de la agricultura no se limitaban a grupos pequeños e igualitarios. Al contrario: el mundo de los cazadores-recolectores, tal y como existía antes de la llegada de la agricultura, era uno entre atrevidos experimentos sociales, una especie de desfile carnavalesco de distintas formas políticas; mucho más interesante que las aburridas abstracciones de la teoría evolutiva. 

Tampoco la agricultura implicó la implantación de la propiedad privada ni señaló un irreversible paso hacia la desigualdad. De hecho, gran parte de las primeras comunidades agrícolas estaban relativamente libres de rangos y jerarquías. 

Y lejos de asentar las clases sociales de un modo inamovible, una sorprendente cantidad de las primeras ciudades del mundo se organizaban en torno a líneas igualitarias, sin necesidad de gobernantes totalitarios, ambiciosos guerreros-políticos o administradores mandamases.

El efecto último de todas estas teorías acerca de un estado de naturaleza original, de inocencia e igualdad, así como el uso del propio término desigualdad, es conseguir que el pesimismo acerca de la condición humana parezca sentido común: el resultado natural de mirarnos a través de la amplia lente de la historia.

Desigualdad

El término desigualdad es una manera de enmarcar problemas sociales muy adecuada para una época de reformistas tecnocráticos, que aceptan desde el principio que no hay posibilidad de transformación social real que plantearse siquiera.

Si queremos crear una sociedad genuinamente igualitaria hoy en día, pareciera que vamos a tener que buscar el modo de regresar a pequeñas tribus de recolectores sin propiedades personales de importancia. Dado que una sociedad de recolectores exige una amplia cantidad de terreno, esto implicaría la necesidad de reducir la población en un 99,9 por ciento.

La cuestión fundamental en la historia de la humanidad no es nuestro acceso igualitario a recursos materiales (tierra, calorías, medios de producción), si bien estas cosas son, obviamente, importantes, sino nuestra igual capacidad para contribuir a decisiones acerca de cómo vivir juntos.

Somos proyectos de autocreación colectiva. ¿Qué tal si nos acercamos así a la historia de la humanidad? ¿Y si tratamos a la gente, desde el principio, como criaturas inteligentes, imaginativas y lúdicas que merecen ser comprendidas como tales? 

No hay razones científicas para creer que los grupos pequeños tengan más probabilidades de ser igualitarios ni, en el otro sentido, que los grupos grandes tengan necesariamente que tener reyes, presidentes o siquiera burocracias.

Rousseau no imaginó nunca estos diferentes estados de la existencia como niveles de desarrollo social y moral correspondientes a cambios históricos de modelos de producción: recolección, pastoralismo, agricultura, industria.

Más bien, lo que Rousseau presentaba era una parábola, el intento de explorar una paradoja fundamental de la política humana: ¿cómo es que nuestro impulso natural hacia la libertad nos lleva, una y otra vez, a una “espontánea marcha hacia la desigualdad”?

Es necesario simplificar el mundo para descubrir algo nuevo acerca de él. El problema aparece cuando, mucho tiempo después del descubrimiento, la gente sigue simplificando.

Maldita libertad

Lo primero que hay que subrayar es que “el origen de la desigualdad social” no es un problema que hubiera tenido sentido para nadie en la Edad Media: los rangos y las jerarquías eran algo que se daba por supuesto que existía desde el inicio. 

Los términos igualdad y desigualdad tan solo comenzaron a cobrar un uso habitual a principios del siglo XVII. 

Nuestra idea de que todo el mundo es igual ante la ley, por ejemplo, se remonta en realidad a la idea de que todo el mundo es igual ante el rey o el emperador: dado que se concede el poder absoluto a un hombre, todos los demás, en comparación, son iguales.

De un modo similar, el cristianismo primitivo insistía en que todos los creyentes eran (en cierto sentido definitivo) iguales ante Dios.

Un estado de igualdad no era del todo inconcebible para los intelectuales europeos de antes del siglo XVIII. No obstante, tampoco nada de todo ello explica por qué acabaron suponiendo, casi universalmente, que los seres humanos, desprovistos de civilización, habrían existido en tal estado.

La igualdad aparece como una extensión directa de la libertad; en efecto, es su expresión. No tiene casi nada en común con la idea más familiar (euroasiática) de “igualdad ante la ley”, que es, en definitiva, igualdad ante el soberano, es decir, nuevamente, igualdad a la hora de ser subyugados.

En sociedades indígenas americanas, si no se permitía ninguna obligatoriedad, la cohesión social que existiese se tenía que lograr mediante debate razonado, argumentos convincentes y el establecimiento de un consenso social.

Estamos aquí ante las conocidas críticas a la sociedad europea a las que ya los misioneros se tuvieron que enfrentar (la continua hostilidad, la falta de ayuda mutua, la ciega sumisión a la autoridad), pero con un elemento nuevo: la organización de la propiedad privada.

Los aborígenes americanos que tuvieron la oportunidad de observar la sociedad francesa de cerca se fijaron en una diferencia clave con respecto a la suya; mientras que en sus propias sociedades no había un modo obvio de convertir la riqueza en poder sobre los demás (con la consecuencia de que las diferencias en riqueza no tenían efectos sobre la libertad individual), en Francia la situación no podría haber sido más diferente. 

El poder sobre posesiones podía traducirse directamente en poder sobre otros seres humanos. 

Si hay realmente un elemento tóxico en el legado de Rousseau, es este: no su divulgación de la imagen del “noble salvaje”, algo que en realidad no hizo, sino su divulgación de lo que podríamos llamar “el mito del salvaje estúpido”, incluso uno que él creía bendito en su estado de estupidez.

La ciencia social ha sido en gran parte un estudio de las maneras en que los seres humanos no son libres: el grado en el que, se puede decir, nuestras acciones y nuestro entendimiento han sido determinados por fuerzas más allá de nuestro control. 

Toda narrativa que parezca mostrar a seres humanos dando colectivamente forma a su propio destino, o siquiera expresando libertad porque sí, serán automáticamente desechados por ilusorios, a la espera de una explicación “realmente científica”; y si no llega ninguna (¿por qué baila la gente?), se la considerará totalmente al margen de la teoría social.

¿Cómo nos quedamos atascados en la desigualdad?

Al dividir el pasado humano en función del material del que se construían herramientas y armas o al describirla como una serie de rupturas revolucionarias damos por sentado que son las tecnologías mismas las que en gran parte determinan la forma que adoptarán las sociedades humanas en los siglos por venir, o al menos hasta que la próxima y abrupta ruptura llegue para cambiarlo todo una vez más.

Es innegable que las tecnologías son importantes: cada nueva invención abre nuevas posibilidades que no habían existido antes. Al mismo tiempo, es fácil exagerar la importancia de las nuevas tecnologías a la hora de fijar la dirección general del cambio social.

Las pruebas de que disponemos, desde el Paleolítico, sugieren que muchas personas, tal vez la mayoría, no se limitaban a imaginar o representar en rituales diferentes órdenes sociales en diferentes momentos del año, sino que, en realidad, vivían en ellos durante extensos periodos. 

El contraste con nuestra situación actual no puede ser más claro. Hoy en día a la mayoría de nosotros nos cuesta cada vez más siquiera imaginar cómo sería un orden social o económico alternativo. Nuestros distantes ancestros, sin embargo, parecen haber alternado regularmente entre ellos.

Un factor importante en el estancamiento en la desigualdad, es la gradual división de sociedades humanas en lo que a veces se denominan “áreas culturales”, es decir, el proceso por el cual grupos vecinos comenzaron a definirse a sí mismos por oposición recíproca y, generalmente, exagerando sus diferencias. 

La identidad acabó considerándose un valor en sí misma, y puso en marcha procesos de esquizogénesis culturales. Pese a esto, si bien los seres humanos siempre han sido capaces de atacarse entre sí físicamente (y es difícil hallar ejemplos de sociedades en las que nunca nadie ataca a nadie más, bajo ninguna circunstancia), no hay razones reales para creer que la guerra ha existido siempre. 

Técnicamente, guerra no se refiere solamente a violencia organizada, sino a un tipo de disputa o concurso entre dos bandos claramente demarcados.

Reflexiones sobre el cambio en la humanidad

Si algo fue terriblemente mal en la historia de la humanidad, y dado el estado actual del mundo, es difícil negar que algo sucedió, tal vez comenzó a ir mal precisamente cuando la gente empezó a perder la capacidad de imaginar y representar otras formas de existencia, hasta tal punto que hoy en día hay quien cree que la libertad, en particular, nunca existió o apenas se ejerció durante la mayor parte de la historia de la humanidad.

Formas básicas de libertad social que uno puede poner en práctica son:

La libertad de trasladarse físicamente, de mudarse del entorno. 

La libertad de ignorar o desobedecer órdenes dadas por otros. 

La libertad de crear realidades sociales totalmente nuevas, o de alternar entre realidades sociales diferentes. 

Las dos primeras libertades a menudo actuaban como estructura de soporte para la tercera, la más creativa. En tanto las dos primeras libertades se dieran por sentadas, como sucedía en muchas de las sociedades norteamericanas cuando los europeos trabaron contacto con ellas, los únicos reyes que podían existir eran siempre, en última instancia, reyes simbólicos.

Si se pasaban de la raya, sus súbditos podían dejar de serlo simplemente ignorándolos o mudándose a otro lugar. 

Es evidente que algo en las sociedades humanas ha cambiado al respecto, y de un modo muy profundo. Las tres libertades básicas han ido retrocediendo, hasta tal punto que la mayoría de la gente, hoy en día, tiene problemas para comprender cómo sería vivir en un orden social basado en ellas.

El Estado, como lo conocemos en la actualidad, resulta de la combinación de tres elementos diferenciados: soberanía, burocracia y un campo político competitivo, que poseen orígenes totalmente separados.

Estos elementos conectan con formas básicas de poder social que pueden operar a cualquier escala de interacción humana, desde la familia o la casa común hasta el Imperio romano o el reino de Tahuantinsuyo.

Soberanía, burocracia y política son magnificaciones de tipos elementales de dominación, basados, respectivamente, en el uso de violencia, de conocimiento y de carisma.

La propiedad no es un conjunto de ententes entre personas por saber quién emplea o cuida de determinadas cosas, sino más bien una relación entre una persona y un objeto, caracterizada por el poder absoluto.

Notas finales

Escoger narrar la historia del otro modo, como una serie de abruptas revoluciones tecnológicas, cada una de ellas seguida por largos periodos en los que habríamos sido prisioneros de nuestras propias creaciones, tiene consecuencias. 

En última instancia es una manera de representar nuestra especie como decididamente menos reflexiva, menos creativa, menos libre de lo que en realidad resultó ser.

Significa no describir la historia como una serie continuada de nuevas ideas e innovaciones, técnicas y de todo tipo, durante las cuales distintas comunidades tomaron decisiones colectivas acerca de qué tecnologías consideraban adecuado aplicar a los objetivos cotidianos, y cuáles mantener confinadas en el dominio de la experimentación o del juego ritual. 

Y lo que es cierto en cuanto a creatividad tecnológica lo es incluso más, evidentemente, con respecto a la creatividad social. 

Tal vez, si conseguimos prosperar como especie y un día miramos hacia atrás desde este futuro aún imposible de conocer, aspectos del pasado remoto que hoy nos parecen anomalías, burocracias a escala comunitaria; ciudades gobernadas por consejos de barrio; sistemas de gobierno en los que las mujeres ocupan mayoritariamente las posiciones preeminentes; formas de gestión agrarias basadas en el cuidado, y no en la propiedad y la extracción, parecerán los descubrimientos realmente importantes, y las grandes pirámides de piedra y las estatuas, meras curiosidades. ¿Y si adoptamos este enfoque ahora?

Al fin y al cabo, todas esas cosas existieron en realidad, incluso si nuestra manera habitual de mirar el pasado parece diseñada para dejarlas a los márgenes, en lugar de en el centro de las cosas.

Las grandes estructuras míticas que hemos desplegado en los últimos siglos sencillamente ya no funcionan; es imposible conciliarlas con las pruebas que tenemos ante los ojos, y las estructuras y significados que impulsan resultan cursis, gastados y políticamente desastrosos.

Nos resulta más fácil ver ahora, qué pasa cuando un estudio que es riguroso en todos los demás aspectos comienza por la idea no puesta a prueba de que hubo alguna forma original de sociedad humana; que su naturaleza era fundamentalmente buena o mala.

Existió una época anterior a la desigualdad y a la conciencia política; algo pareció cambiar todo esto; que civilización y complejidad siempre vienen al precio de las libertades humanas; que la democracia participativa es natural en grupos pequeños pero no puede darse a las escalas de una ciudad o un Estado-nación. Ahora sabemos que estamos en presencia de mitos.

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¿Quién escribió el libro?

David Rolfe Graeber (Nueva York, 12 de febrero de 1961-Venecia, 2 de septiembre de 2020)​ fue un antropólogo y anarquista estadounidense.2 Obtuvo su doctorado por la Universidad de Chicago en 1996. Fue profesor de antropología de diferentes universidades, el Goldsmiths College de la Universidad de Londres, la Universidad de Yale y la London School of Economics. En 2005, cuando ejercía como profesor asociado de antropología en la Universidad de Yale, Yale se negó a renovarle el contrato por su ap... (Lea mas)

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